

Lo que también hay, es la seguridad de que las firmas habituales, y los decires judiciales, no evitan femicidios, y que sin medidas de intervención real las mujeres seguimos en riesgo, cada día. Las perimetrales, los sustos de una notificación, las exposiciones y las denuncias, a los violentos, les parecen nada. Ellos violan, las violan sistemáticamente, están acostumbrados a eso, no tienen límites. Ellos mandan, ellos deciden, ellos son los que se saben impunes.
Mientras las Anyelenes, llevan largo tiempo llorando por los rincones, en conflicto con el mundo como les fue enseñado y con la idea de lo que no puede seguir pasado, y se ocultan, viven con miedo, acorraladas en el infierno, sufriendo; hasta que logran pedir ayuda y ahí está el Estado que no está, el vacío, el rechazo o la dilación judicial, la revictimización, el señalamiento, la culpa, el estigma…el por qué no habló antes, no se les puede creer porque hay minas que inventan sólo para perjudicarlos, es al vicio denunciar porque la justicia no hace nada, para qué lo denuncia y después vuelve con él, y tantos flojos argumentos más.
No hay ninguna duda, Anyelén pidió ayuda, ayuda que quedó en la acción, obsoleta e insuficiente de una orden de restricción, el papelito que les permite a los funcionarios judiciales dormir tranquilos porque ya hicieron lo que “tenían que hacer”, que es nada, porque ya sabemos nosotres y elles que no alcanza. Que cuidar es ir más allá, que herramientas hay, pocas, pero usables en tanto se construyan más de la mano de esos otres funcionarios que tampoco hacen lo que hay que hacer para intentar salvar vidas. Para intentar cambiar realidades, para que nos dejen de matar.
No hay ninguna duda, le van a dar una perpetua, que no nos devuelve a una Anyelén. Hasta ahí ya avanzamos, la pena es todo lo dura que puede ser, pero eso no evita el femicidio. Si no se trabaja en intervenir, apenas hay una luz de alarma, cambiar la realidad se hace imposible. El trabajo tiene que ser multidisciplinario, organizado, de detección e intervención de quiebre; porque la condena, que es lo último, no puede seguir siendo “un consuelo” a fin de cuentas, donde el femicida pague con su encierro y los tormentos carcelarios lo que hizo. Simplificar la discusión a ese efecto no nos salva, nos deja solas, nos desampara, nos violenta porque no garantiza e invisibiliza. Simplificar la discusión también nos mata.
Mientras tanto, desde el impacto y el hartazgo social se marcha, se pide justicia, se pone voz a las que ya no están, se desnudan realidades, se construyen estadísticas, se radicalizan los dolores y los horrores para que no nos gane la insensibilización y el cansancio que anula y aquieta, se llora colectivamente, se asume la indignación y se unifica el pedido de perpetua, que deja sabor a poco.
No hay ninguna duda, el Estado es responsable, de no profundizar acciones desde los orígenes de la violencia de género, de no garantizar la perspectiva de género y de no acompañar los procesos judiciales con evaluaciones sobre las propias prácticas a fin de limpiar los vicios y las violencias que se sistematizan y se perpetúan en el ámbito de la justicia. Y no hay ninguna duda, el peligro existe en tanto siga molestando e incomodando más, hablar sobre violencia de género, que llorar femicidios a montones.