Catamarca arde. No sólo en sentido literal, como en los trágicos hechos del día de ayer, cuando dos niñas perdieron la vida en incendios separados provocados por las precarias condiciones de sus viviendas. Arde también en su dignidad, en la desesperanza de una sociedad que convive con la riqueza bajo sus pies y la miseria sobre sus espaldas.
Una vez más, la tragedia deja al descubierto lo que ya no se puede ocultar, el Estado es una presencia fantasmal, una maquinaria que funciona para pocos, mientras las mayorías sobreviven con lo mínimo y a veces, como en estos casos, ni siquiera eso. La muerte de estas pequeñas no fue un accidente. Fue el resultado directo de una política sistemáticamente ausente, de una clase dirigente encerrada en sus privilegios, desconectada de la realidad que se vive en cada rincón de la provincia.
Catamarca es rica. Riquísima. El litio, el cobre, el oro —metales por los que el mundo se pelea— se extraen diariamente de nuestras montañas. Pero ese tesoro, lejos de traducirse en hospitales equipados, escuelas con calefacción, sueldos dignos o viviendas dignas, termina engrosando balances de empresas multinacionales, alimentando una red de negocios opacos, de funcionarios enriquecidos y una sociedad empobrecida.
El contraste duele. No es sólo que haya desigualdad, es que esa desigualdad se ha naturalizado. La pobreza se convirtió en paisaje, en estadística útil en los discursos, pero inútil en la acción. No hay planificación, ni justicia social, ni sensibilidad política. Hay gestos. Hay marketing. Hay silencio.
Cuando se mueren dos niñas por incendios evitables en viviendas sin lo más elemental —agua, electricidad segura, asistencia del Estado—, lo que arde no es sólo una casa. Arde la conciencia de una sociedad que, si no reacciona, seguirá contando muertos. Porque esta marginalidad no es una consecuencia inevitable: es una decisión política.
La clase política catamarqueña parece vivir en una realidad paralela. Mientras el pueblo lucha por subsistir, los discursos oficiales hablan de crecimiento, de progreso minero, de desarrollo sustentable. ¿Sustentable para quién? ¿Quién vive ese progreso? ¿En qué barrios se siente? Porque en los diferentes departamentos, en los cerros aislados y en los márgenes de la ciudad, no se ven ni los frutos ni la intención de hacerlos llegar.
Es hora de sacudir el cinismo institucional. La pobreza no se soluciona con slogans. Se enfrenta con políticas reales, con presencia efectiva, con un Estado que deje de ser cómplice del abandono. La marginalidad en Catamarca no es sólo social, es política, es moral. Y tiene responsables.
Que la indiferencia no sea la costumbre. Que el oro de nuestras montañas no siga brillando en los negocios de unos pocos. Porque en una provincia rica, morirse pobre debería ser el mayor escándalo. Y sin embargo, aquí, ni siquiera causa vergüenza.