La reciente aprobación del Defensor del Pueblo en la provincia de Catamarca ha generado un profundo malestar en amplios sectores de la sociedad. No por el cargo en sí —necesario y constitucionalmente establecido— sino por la forma en que se ha llevado a cabo su designación: a espaldas del consenso ciudadano y como un nuevo episodio del uso discrecional del poder por parte del oficialismo.

Lo que debería ser una figura independiente, capaz de actuar como contralor de los abusos del Estado, se ha convertido en un instrumento más del mismo. La Cámara de Diputados, en lugar de actuar como el espacio deliberativo que nuestra democracia demanda, ha operado como una simple escribanía del gobierno de turno. Lejos de garantizar la pluralidad y el diálogo, la elección del Defensor del Pueblo se ha resuelto entre gallos y medianoche, con una velocidad sospechosa y una falta de transparencia alarmante.

Esta designación no divide a la sociedad por un debate genuino de ideas, sino por el hartazgo de una ciudadanía que ve cómo los cargos institucionales son ocupados por afinidades políticas antes que por méritos o vocación de servicio. El Defensor del Pueblo debería ser una figura imparcial, comprometida con la defensa de los derechos ciudadanos frente a los excesos del poder. En Catamarca, hoy, ese ideal se ha visto empañado por un nombramiento que huele más a favoritismo que a justicia.

El trasfondo de esta polémica no es nuevo. El oficialismo provincial ha demostrado, una y otra vez, su capacidad para moldear las instituciones a su antojo, con una Legislatura domesticada. El problema no es únicamente el nombre que ocupe el cargo, sino el mensaje que se envía: la lógica del “yo gobierno, yo designo” ha reemplazado al principio de separación de poderes y al respeto por los procedimientos democráticos.

No se trata de estar a favor o en contra de una persona. Se trata de defender el sentido institucional del cargo. Se trata de preguntarnos qué clase de provincia estamos construyendo si permitimos que los mecanismos de control estén sometidos a los caprichos de quienes deberían ser controlados.

Estas son las consecuencias de darle a un gobierno el poder absoluto.

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