A tres años del crimen del ministro de Desarrollo Social de Catamarca, Juan Carlos Rojas, la herida sigue abierta y duele tanto como el primer día. No solo porque asesinaron a un funcionario en ejercicio, en plena democracia y en pleno centro del poder provincial, sino porque desde entonces se ha vuelto insoportable la evidencia de una impunidad que no retrocede un solo paso. Tres años después, el expediente avanza a los tumbos, se enreda, retrocede, se estanca. Y mientras tanto, el mensaje político es tan claro como inquietante: no hay voluntad real de esclarecer quién mató a un ministro del gabinete.

El crimen de Rojas, desde su origen, estuvo rodeado de silencios incómodos, contradicciones oficiales y una llamativa falta de urgencia institucional. No hubo conmoción dentro de las estructuras de poder, ni reformas profundas en los protocolos de seguridad, ni movimientos que revelaran el mínimo interés del Gobierno o de la Justicia por llegar a la verdad. Lo que hubo, más bien, fue un lento trabajo de desgaste, una estrategia de dilución, como si se buscara que el paso del tiempo evaporara la trascendencia del hecho.

Tres años después, sigue sin haber culpables. Sigue sin haber una reconstrucción firme de lo ocurrido. Sigue sin haber respuestas para la familia, para la sociedad catamarqueña y para la democracia misma, que se vio vulnerada cuando un ministro fue asesinado y las instituciones eligieron mirar hacia otro lado.

Porque hay que decirlo con todas las letras: matar a un ministro en funciones y que el Estado no logre —o no quiera— esclarecerlo es un punto de quiebre para cualquier sistema republicano. Un crimen político de semejante magnitud, tratado con desinterés burocrático, revela un deterioro profundo. Es imposible creer que el poder político y judicial desconocen la gravedad del hecho; simplemente demostraron que la estabilidad del sistema les importa menos que la preservación de sus propias zonas de comodidad y omisión.

Lo que queda expuesto no es solo la impunidad del crimen, sino también la impunidad del poder. Un poder que administra silencios, acomoda expedientes, deja que las investigaciones se ahoguen en tecnicismos y, en definitiva, resguarda la opacidad como norma. El asesinato de Rojas no fue solo un ataque a su persona, sino un golpe a la sociedad catamarqueña, que hoy vive la certeza de que ni siquiera un funcionario de alto rango puede obtener justicia.

A tres años, la pregunta sigue siendo la misma que el primer día, pero ahora cargada de una frustración más profunda: ¿cómo es posible que un ministro sea asesinado y el Estado no ofrezca una respuesta mínima, seria y creíble? La respuesta no está en los expedientes sino en la conducta política y judicial que se desplegó desde entonces: no les interesa resolverlo. No les urgió. No activaron los mecanismos que cualquier democracia sana debería poner en marcha de inmediato.

Este aniversario no es solo un recordatorio; es una advertencia. La impunidad del crimen de Juan Carlos Rojas es un síntoma de algo mayor: un sistema que tolera, encubre o neutraliza la búsqueda de verdad cuando la verdad incomoda. Y una democracia que convive con esa lógica deja de ser plena y comienza a convertirse en un ritual vacío.

El crimen sigue impune. Pero más grave aún: sigue impune la decisión de no resolverlo.

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