Hace 34 años un hecho aberrante enlutaba a la comunidad catamarqueña, el crimen de María Soledad Morales; y fue el punto de ignición de un proceso que desnudó la corrupción política y judicial que se atravesaba. Sin embargo, la costumbre machista hacía énfasis en la vida de Sole, haciéndola responsable de buscar su propia muerte siendo aún una menor de edad, pero apartando de igual responsabilidad a los sujetos que la mataron, luego de haberla sometido a un calvario y a quienes los encubrieron.
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Por Nancy Acosta Noriega.
A María Soledad la movían sus pasiones de adolescente, a los hijos del poder los movían las pasiones perturbadas de quienes daban rienda suelta a sus más bajos instintos acunados en la impunidad que le procuraban los círculos de poder a los que pertenecían, donde se les estaba permitido todo, inclusive acabar con la vida de otros si así fuera el caso.
A María Soledad los septiembres estudiantiles y la vida se le acortó en seco, de la peor manera y sabiendo el pueblo entre rumores que no era un hecho aislado; a los hijos del poder, los protegió el Estado tanto como pudo, de la peor manera, y sabiendo el pueblo entre rumores que, si no salían a defenderse mañana o pasado, serían sus hijos los que podrían correr la misma suerte.
María Soledad no sólo fue un hecho macabro vivido con consternación, fue un golpe de realidad, que desnudó la vida privada de una jovencita tratando de justificar su crimen, cuestionando sus actos amorosos, su falta de precaución, su inmadurez, su inocencia, y hasta su estupidez, porque le entraron por todos lados. Pero pocos se animaron a cuestionar el accionar policial y judicial, la alteración de la escena del hallazgo, el borrado de pruebas de todo tipo por orden de quienes tenían a cargo esclarecer el crimen, el lavado del cuerpo por parte de los bomberos a órdenes de sus jefes para ocultar pruebas, los intentos de inculpar personas ajenas probablemente al hecho, los aprietes, persecuciones y muertes de testigos en dudosas circunstancias, el enorme aparato extorsivo que se puso en marcha para apretar empleados públicos buscando evitar que salieran a marchar en pedido de justicia, los intentos por frenar las marchas del silencio, etc.
66 fueron las marchas del silencio, ininterrumpidas, nutridas por el sabor metálico de la tristeza y la angustia, donde el sonido sordo y profundo de los pies de cientos arrastrándose por el suelo hacían las veces de voces de protestas acompañados de carteles que rezaban “Catamarca ayúdame”, donde cada uno contenía para sí una amalgama de dolor y de rabia y a lo sumo brotaban entre el silencio y el simbólico abrazo colectivo las lágrimas. 66 fueron las instancias discursivas donde otras y otros jóvenes daban cuenta que estaban presentes, que peleaban por Sole y por los que quedaban, que querían una realidad diferente para habitar una mejor comunidad, 66 espacios discursivos viscerales, latentes, a media vida, donde se ensayaban los acordes de un compromiso ciudadano esperanzador y el pedido de justicia tomaba fuerza y relevancia, porque era en esos momentos donde brotaban los gritos ahogados pidiendo: justicia, justicia, justicia…
María Soledad nos dejó tanto en que pensar, tanto que revisar, tanto por cuidar y por cambiar, tanto que intervenir y tanto que no dejar morir que hoy, 34 años después la tarea sigue vigente y es paso obligado desempolvar la historia para consolidar la memoria. Porque sólo con una memoria activa, se pueden construir cambios lo suficientemente profundos para que las impunidades, los machismos y las violencias no salten entre eslabones de la cadena, sino que puedan torcerse y eliminarse, y ojalá pudiera ser por siempre.
María Soledad nos recuerda del dolor gutural atravesando el silencio en búsqueda de justicia, de que las voces de las que ya no están siguen a través de nosotros, de que las luchas nunca terminan, de que la impunidad y los hijos del poder siguen ahí caminando nuestras calles, todos libres de vivir una vida que a Sole le arrebataron. Por eso, ni olvido, ni perdón.